Susana se despertó cuando empezaron a caer las bombas. Gritó, asustada, y se tapó la cabeza con las mantas, tratando de mantener fuera el atronador estruendo de las explosiones. Su padre entró corriendo y la cogió en brazos:
-¡Vamos, hay que largarse, María! ¡No hay tiempo de coger nada, sólo corre!- le gritó a su esposa mientras sacaba a la niña de la habitación.
En ese momento, una tremenda y abrasadora deflagración voló en pedazos el techo sobre sus cabezas. El padre cayó, y Susana se golpeó la coronilla contra una mesita del corredor. Su madre yacía boca abajo sobre el piso, y un charco de sangre cada vez más amplio se extendía bajo su cuerpo.
Cuando la niña se recuperó del golpe y vio lo que quedaba de sus padres, se quedó aturdida. ¿Qué sucedía? ¿Por qué no se levantaban? Otra bomba cayó muy cerca, y su instinto de supervivencia fue mayor que el
shock. Corrió hacia la puerta principal y la abrió, saliendo al descansillo. Bajó las escaleras corriendo, mientras caían los obuses. Corrió para salvar la vida mientras la casa en la que había vivido los ocho años que tenía era consumida por las llamas.
Finalmente llegó a la calle y trató de cruzar la carretera iluminada por el fuego de los edificios que ardían, pero una gran masa de gente que huía la hizo tropezar. Cayó al suelo y se arrastró unos metros, mientras un misil impactaba contra la multitud, haciendo pedazos a muchas personas y convirtiendo al resto en una neblina roja. Llegó a una marquesina de autobuses y miró a su alredeor, confusa y asustada. Se frotó los ojos para ver mejor y se dio cuenta de que estaba llorando.
La pequeña corrió sin rumbo, tratando de escapar de las brutales explosiones y de los salvajes incendios que se declaraban por doquier. Encontró un sótano abierto y allí se acurrucó, temblando de miedo y de frío, hasta que la noche quedó finalmente en silencio, roto sólo por su desesperado llanto.
****************
Una columna de humo enorme se elevaba hacia el cielo desde la destruida ciudad de Ávila. Habían pasado trece días desde la emboscada, y los integrantes de la partida de guerrilla estaban agotados. No sabían ni a dónde se dirigían, simplemente caminando hacia delante sin parar. Pensaron en pasar por la cercana Ávila para reponer fuerzas y conseguir comida y, con suerte, noticias de las células partisanas escondidas allí.
Cuando acamparon por la noche, a apenas cuatro Km de las murallas antiguas, empezó el bombardeo. Oían a los cazas pasar por encima de ellos, al igual que se encogían aterrorizados cuando las bombas y obuses de la artillería estadounidense silbaban sobre sus cabezas. La ciudad se iluminaba intermitentemente cuando los explosivos de largo alcance hacían impacto, provocando unos efectos de luz fantasmagóricos.
A la mañana siguiente, los desmoralizados milicianos entraron en las destrozadas ruinas de la urbe, que todavía ardían por el salvaje bombardeo.
Juan miró a derecha e izquierda, aturdido por la dantesca visión que se extendía ante él. Cientos de cuerpos se encontraban esparcidos por todas partes, diseminados sobre los escombros ardientes que obstruían las carreteras y aceras.
-Dios mío... ¿Quién haría algo así?- dijo uno de los partisanos.
-Los putos yanquis, por lo que parece. Bastardos imperialistas... Si no lo han hecho ya, definitivamente esto hará que los del Gobierno decidan rendirse de una vez por todas.- le contestó otro.
-No podemos enfrentarnos en una guerra abierta contra los estadounidenses- terció García. -Esto es lo que conseguimos si tratamos de luchar con ellos de esa manera. Mientras estemos en guerra, ellos podrán llamar a sus mercenarios, y cosas así, pero si les agarramos por las pelotas con una guerra de guerrillas, ahí es donde tendríamos la ventaja. Y donde la tenemos.
Juan se sentó en el bordillo de la acera, totalmente anonadado. Se quedó allí unos momentos, y sacó la foto. Cada vez que observaba la imagen de la chica que aparecía en ella, se tranquilizaba.
Entonces captó un movimiento por el rabillo del ojo. Guardó la foto a toda prisa y apuntó su MP5K en esa dirección. Allí había una niña pequeña, observándole. Ella se asustó y salió corriendo.
-Mierda...- murmuró el joven. Bajó el arma y salió corriendo detrás de la pequeña. La vio meterse en un callejón milagrosamente intacto, y la siguió.
Un disparo resonó por toda la zona.
Una docena de guerrilleros con el coronel al frente corrieron en dirección al sonido. Cuando alcanzaron el callejón vieron a Juan con las manos levantadas, y a tres decenas de partisanos de otra partida de guerrilla que le estaban apuntando. Entre ellos se encontraban unos pocos soldados de Ejército español, y dos legionarios.
-Bajad las armas, chicos.- dijo el coronel García en tono conciliador. -No queremos que nadie salga herido.
Todos se relajaron visiblemente, y dejaron de apuntarse entre sí. Uno de los otros milicianos se acercó, enfundando un gran revólver de aspecto temible.
-Soy el teniente Suárez, al mando de las partidas 45, 81 y 13, o al menos de los supervivientes. Sólo quedamos nosotros, apenas una docena de cada una. Los cabrones yanquis nos han estado persiguiendo desde Málaga, y nos encontraron ayer. Setecientos salimos de allí, y nosotros somos los únicos que hemos logrado seguir vivos. Treinta y seis. Y ya veis cómo han dejado la ciudad...
-Sí lo veo, pero eso no explica el porqué disparasteis contra uno de mis hombres.
-Ya, lo siento por eso. Nos sobresaltó, eso es todo. Hemos encontrado a una niña que sobrevivió escondiéndose en un sótano, como nosotros. Cuando tu chico entró en el callejón persiguiéndola, pensamos que los muy cabrones habían venido a acabar el trabajo, así que...
-De acuerdo. ¿Necesitáis atención médica?
-Unos rasguños, nada más. No es importante.
-¿A dónde ibais?
-A Pontebranca, en Galicia. Parece ser que allí todavía resisten. De todas maneras, yo no me fío mucho, pero los hombres necesitan creer en algo.
-¿Y eso?
-Pues nada, que resulta que están organizando un contraataque a gran escala para recuperar A Coruña, y necesitan a todos los que puedan reunir. He oído que los yanquis también se están oliendo algo y se han traído a varios cientos de tipejos del ejército iraní, en concepto de mercenarios.
-¿El ejército iraní? ¿Eso qué es?- rió García.
-Sí sí, tú ríete, pero se han bastado ellos solos para tomar Bilbao y Zaragoza, así que si no son buenos, al menos son numerosos, los hijos de la grandísima zorra.
-Pues, si no os importa, iremos con vosotros. Somos 169, pero sólo setenta y dos están en condiciones de luchar; el resto son refugiados, la mayoría mujeres y niños.
-De acuerdo, pero primero hay que organizar grupos de búsqueda que se encarguen de encontrar supervivientes, comida, agua limpia y municiones.
Se dieron la mano. Mientras hablaban, los demás fueron acercándose para averiguar qué ocurría. En poco tiempo estuvieron todos contándose sus peripecias y hazañas, riendo con ganas por primera vez desde el inicio de la invasión. Grupos de partisanos y civiles fueron rastreando las ruinas de la desastrada ciudad, buscando heridos y superviventes, y tratando de conseguir comida, armas y municiones.
Ya estaba bien entrada la noche cuando terminaron los preparativos.
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