(Ante todo, me gustaría disculparme por no haber podido publicar esto antes, es que he estado enfermo)
El crucero
Santa María surcaba las aguas del Mar Cantábrico, con sus cubiertas erizadas de cañones de 300 y 250 mm preparadas para abrir fuego. Una pequeña fragata, la
Canto Fúnebre, lo seguía de cerca. A cuatro kilómetros de las popas de ambos buques había doce puntos que les perseguían. Una docena de destructores estadounidenses, a velocidad de combate, con las insignias levantadas.
El capitán Mantilla, de la
Santa María, se encontraba de pie sobre el puente de mando, observando preocupado con su catalejo en dirección a las naves enemigas:
-¿Podemos escapar de ellos?
-Lo dudo, mi capitán- le contestó el guardiamarina -la
Canto sufre grtaves daños en la sala de máquinas. Si les dejáramos atrás... quizá, pero...
-Ni de coña. No vamos a abandonarles. Virad a estribor. Velocidad de combate. Vamos a darles tiempo para que puedan descargar a sus refugiados.
-¡Sí mi capitán!
La fragata seguía su renqueante avance, soltando una densa nube de humo mientras hacía su carrera a contrarreloj para alcanzar la costa galaica. El enorme crucero, en cambio, comenzó a girar hacia los buques estadounidenses mientras izaba la bandera española.
La
Canto Fúnebre había partido tres días antes desde los astilleros de A Coruña, llevando en sus bodegas a una gran cantidad de refugiados. Mientras trataban de ganar la costa francesa fueron emboscados por dos destructores estadounidenses, y en el transcurso de la dramática batalla, fue puesta en fuga, poniendo rumbo a Finisterre, donde fueron encontrados tres días más tarde por el
Santa María. Para entonces se había unido a la persecución una decena más de barcos de guerra americanos.
Lentamente, el enorme crucero puso rumbo a la formación yanqui.
-Zafarrancho de combate. Todos a sus puestos.- ordenó Mantilla con voz calmada -Carguen los cañones y lancen una salva de advertencia.
El estruendo ensordecedor de dos tremendos cañonazos por parte del buque hizo estremecer toda la cubierta. Dos surtidores gemelos de agua aparecieron a ambos lados de una patrullera, que sin embargo no hizo ningún ademán de abandonar la persecución. Al ver esto, el capitán ordenó:
-Fuego a discreción.
De inmediato, tres proyectiles de 300 mm perforaron el casco de la embarcación y la volaron por los aires al impactar contra la santabárbara. Sin aminorar la velocidad, el
Santa María se internó en la escuadra, los cañones brillando por los fogonazos de los disparos. Otra salva de una de las baterías de 105 mm arrancó de cuajo la proa del destructor
Jefferson, haciendo que se escorase y empezase a hundirse. Un tremendo cañonazo atravesó de parte a parte el puente de mando de una cañonera diminuta que correspondía al nombre de
Concord. La explosión del proyectil de alto explosivo hizo trizas la borda de babor del barco, enviando enormes trozos de metralla en todas direcciones.
Una batería de 250 mm abrió fuego contra el crucero, abriendo tres grandes agujeros en su lateral de estribor. La fragata
Cleveland pasó borda con borda por la izquierda del
Santa María, abriendo fuego con sus cañones de 50 mm contra la cubierta del buque. Al no tener ángulo, dado que el crucero era casi treinta metros más alto, los proyectiles rebotaron inofensivamente contra el grueso blindaje.
El barco, girando bruscamente, hizo migas el timón de la fragata con una embestida. La
Cleveland se escoró, y empezó a volcar. El crucero pasó de largo, disparando las baterías de popa, haciendo blanco en la línea de flotación. El
Santa María continuó su camino sin detenerse, recibiendo fuego desde todos los flancos.
El blindaje del buque parecía un colador, y hacía aguas por varios sitios. Entonces, una tremenda andanada procedente de una monstruosa embarcación hizo pedazos una sección de la cubierta inferior del maltrecho crucero. Un gigantesco acorazado se cernía sobre él, empequeñeciéndolo. El
Santa María abrió fuego con sus propios cañones, abriendo grandes agujeros en la borda de estribor del enorme barco. Otra cañonera disparó contra el timón del crucero, pero las baterías de popa devolvieron el fuego, enviando a la embarcación a pique.
Los cañones de 500 mm del acorazado
Hawthorne volvieron a disparar, destrozando dos baterías de 250 mm y matando a sus operarios. Ya en sus últimos estertores, el crucero se hundía. En llamas, haciendo aguas por una docena de lugares, el
Santa María se arrojó hacia el acorazado, vomitando fuego por las bocachas de sus cañones, con la proa apuntando a la borda de estribor. Mantilla respiró hondo y cogió el mando que haría explotar los explosivos que el crucero llevaba a bordo. Agarrando con fuerza la radio, la sintonizó en la frecuencia de los estadounidenses:
-Aquí el capitán Álvaro Mantilla, del
Santa María, Fuerza de Acción Naval, Armada Española. ¡Santiago y cierra España!
Y apretó el botón. El buque se empotró contra el acorazado, atravesando limpiamente las placas de blindaje. El devastador impacto destrozó a cerca de cincuenta marines y operarios de la segunda cubierta del
Hawthorne, haciendo pedazos todo lo que había en su camino. Los que no murieron en ese momento, quedaron aplastados cuando la borda superior se dobló sobre sí misma, partiendo el acorazado por la mitad. La proa se levantó veinte metros en el aire, deslizándose hacia atrás y aplastando la del crucero en una lluvia de madera astillada y trozos de metal. Entonces, la santabábara del
Hawthorne explotó, al mismo tiempo que todos los obuses y proyectiles que llevaba el
Santa María. Todo esto ocurrió en menos de dos segundos, momento en el cual la descomunal explosión voló en pedazos ambos barcos.
A tres Km de allí, la fragata
Canto Fúnebre había logrado llegar a la costa, y abría sus compuertas. Una marea de refugiados y de integrantes de la Infantería de Marina, así como de marineros y sus oficiales, se desbordó por la cala a la que habían arribado. A lo lejos se veía la gran columna de humo que había dejado el sacrificio del
Santa María.
Entre los refugiados, una chica levantó la mirada hacia un pueblecito distante. Sus ojos grises recorrieron el horizonte. El viento agitaba sus cabellos de color castaño oscuro. Entonces, le pareció ver a una larga columna de gente que se dirigía hacia ellos. Al frente había dos hombres y un muchacho de unos dieciocho años. Los tres iban armados, al igual que casi la mitad de todos los demás.
Cuando llegaron a la cala, vio que el chico se había parado, aturdido. La miraba fijamente, con un destello de reconocimiento en los ojos. Pero ella nunca le había visto antes. El más mayor de los tres se le acercó, y le dijo:
-Hola. Soy el coronel García, de la partida de guerrilla 31. ¿Qué pueblo es ese?
-Yo soy Marina. Y el pueblo es Pontebranca. Yo nací ahí.
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