Plaza de Colón, Madrid, día 13 de Diciembre de 2012. 13:11
El último reducto de resistencia española había caído. Toda la plaza se hallaba cubierta de sangre que hacía que el suelo fuera resbaladizo. Los cuerpos desperdigados de los desesperados defensores de la ciudad yacían desmadejados sobre las baldosas y alrededor de la bandera de España destrozada y hecha jirones, donde habían librado su última batalla. Columnas de humo ascendían hacia el cielo desde los montones de chatarra retorcida que era lo que quedaba de los tanques españoles destruidos, y hacían el aire irrespirable. Ni un solo soldado había retrocedido, peleando en su puesto hasta el final. Por tres veces habían exigido los americanos que se rindieran, y las tres se habían negado. Al primer mensajero le recibieron de manera educada, al segundo le apuntaron con su armas, y el tercero recibió un tiro entre ceja y ceja por parte de un francotirador antes siquiera de que hubiese terminado de hablar.
La resistencia de los españoles duró dieciocho horas, después de las cuales hasta el último de ellos había perecido. Todos y cada uno de ellos agotaron sus cargadores antes de caer.
Mirando por una ventana de la Biblioteca Nacional había tres figuras observando cómo los soldados estadounidenses recogían a sus muertos y arriaban la bandera española que durante toda la batalla había ondeado, orgullosa y desafiante. Trataron de reemplazarla con una bandera de EEUU pero ninguna era lo suficientemente grande. Finalmente, desistieron y dejaron el palo vacío y desnudo, después de quemar la destrozada enseña.
La primera figura era alta y fibrosa, vestida con una mezcla compuesta por partes de un uniforme de la Policía Nacional, el chaleco antibalas de un GEO y unos pantalones de camuflaje. La segunda vestía los restos de un sucio ghillie de francotirador y un pasamontañas negro cubriéndole la cabeza, y la tercera iba encapuchada y llevaba una gabardina andrajosa sobre un maltratado uniforme de legionario. El primer guerrillero habló por una radio:
-Se acabó, gente. Volvamos.-
-Recibido jefe. Utilizaremos la otra alcantarilla, la de Goya está vigilada.- respondió una voz rasposa proveniente del comunicador.
Los guerrilleros se pusieron en movimiento. El de la gabardina se paró a apagar la radio y meterla cuidadosamente en su mochila. Uno a uno miraron cuidadosamente a derecha e izquierda antes de bajar por una cuerda desde la ventana y correr hasta una marquesina de autobuses, llevando sus armas agarradas en las manos. Al otro lado de la plaza, fuera de la vista de los norteamericanos, otro grupo de milicianos corrió hacia una fuente y se puso a cubierto tras los escombros del teatro municipal.
-Montes, te toca.- dijo el francotirador.
-Voy- dijo el aludido, bajándose la capucha de la gabardina y corriendo hasta una tapa de alcantarilla.
Los otros guerrilleros ya estaban bajando por un desagüe destrozado por los bombardeos.
-Vamos, daos prisa- susurró el líder del trío.-Si nos cazan, recordad que técnicamente estamos en EEUU, y que no dudarán en ejecutarnos por traición.
Uno a uno bajaron por el oscuro túnel y se adentraron en los colectores de desechos. Después de unos minutos de espera aparecieron los demás milicianos y se pusieron en marcha. Juan Montes saludó con efusión a su amigo Enrique, del otro grupo. El coronel García iba al frente, con el pelo entrecano al descubierto. El resto de los treinta y cuatro miembros de la partida de guerrilla 31 le seguían a través de los túneles de alcantarillado en dirección al improvisado cuartel general que había sido montado por la célula de resistencia de Madrid en el colector principal. Iban todos vestidos con una amalgama de uniformes militares, ropas civiles y chalecos antibalas de la policía. Sus armas iban desde simples escopetas de caza a los G36 del ejército español, pasando por explosivos improvisados, y hasta un lanzacohetes Instalaza de 88'9 mm.
Cuando finalmente llegaron al enorme túnel de acceso del colector, lo primero que vieron fue la luz de las hogueras y de las luces de emergencia, que habían tenido que ser encendidas cuando la red eléctrica fue destruida debido a los bombardeos.
El lugar estaba atestado de gente vivendo en condiciones pésimas. La mayoría eran guerrilleros y sus familias, pero también podían verse algunos soldados desertores, comerciantes ambulantes, refugiados, etcétera. Juan se dirigió a su cubículo, al fondo de una tubería secundaria, y se dejó caer en el colchón sucio y destrozado que le servía de cama. Después de hurgar en un bolsillo de su pantalón, sacó una desgastada foto. La imagen mostraba a una joven de cabellos oscuros, ojos grises y sonrosadas mejillas que sonreía bajo un sol dorado. En el reverso ponía: ''Pontebranca 2009''. Nunca la había visto en persona. Encontró aquella foto durante un tiroteo en una casa cercana al parque de Retiro. Había memorizado la imagen, cada línea, cada curva.
La vida era terrible en la España ocupada por EEUU. La economía había resultado destruida por las reglas comerciales de los conquistadores. El país en sí fue aplastado en cuatro días. cualquier riqueza había sido gastada en financiar la guerra, y la poca que quedaba, había desaparecido, utilizada para costear los innumerables conflictos en los que tomaban parte los americanos. El ejército estaba desecho, dispersado en bandas de soldados que trataban de enmascarar su rastro a los americanos que les perseguían. Muchos habían muerto. Otros emigraron. Otros desertaron para unirse a las partidas de guerrilla que se habían formado por todo el país. España había dejado de existir como país.
Sumido en sus pensamientos, Juan dejó que sus ojos empezaran a cerrarse. No tardó mucho en quedarse dormido.
Le despertaron los gritos y el sonido de los disparos. Profundamente desorientado, se levantó de un salto y cogió su rifle G36 y, guardando de nuevo la foto en el bolsillo, corrió hacia el lugar del que provenía el ruido.
-¡Nos han encontrado! ¡Fuego, fuego!- oyó que decía el coronel. El ruido era ensordecedor. Juan se llevó el rifle al hombro y disparó, pero el arma no respondía. Desconcertado, vio que el seguro seguía puesto. Lo quitó con un dedo y volvió a disparar. Las balas mordieron la pared justo a la izquierda de un soldado estadounidense que estaba recargando su arma. Los milicianos caían por doquier. Su buen amigo Enrique recibió cuatro tiros a la altura del esternón. Otro guerrillero cayó reventado por una ráfaga de una ametralladora ligera MG4. Juan trató de volver a disparar, pero una explosión proveniente de su derecha le derribó. Ensordecido y desorientado, vio al coronel que señalaba la salida de emergencia mientras gritaba algo. Se puso en pie, pero uno de los milicianos se le echó encima y le tosió sangre en la cara. Se echó hacia atrás y el otro cayó, revelando una serie de boquetes sanguinolentos en su espalda. Corrió hacia la salida y se lanzó al otro lado de la abertura justo en el momento en el que todo explotaba a su alrededor.
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