Juan despertó en una camilla bamboleante que transportaban dos sucios y desastrados milicianos. Miró a su alrededor y no reconoció el paisaje. Una gran autopista se extendía hacia el horizonte cruzando una árida llanura de tierra y matorrales secos y raquíticos.
-Mirad quién vuelve de la tierra de los sueños. ¡Buenos días, Bello Durmiente!- se carcajeó un guerrillero.
-Joder, estoy hecho una mierda. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?- preguntó Juan frotándose los ojos y mirando al guerrillero.
-Ya no estamos en Madrid, obviamente. Pero todavía estamos cerca, sólo a las afueras. A saber a dónde coño piensa llevársenos el coronel.- le contestó el otro. -Esto es todo lo que queda de la célula de Madrid. Poco más de doscientos de nosotros, entre soldados, milicianos y refugiados, incluyendo a las familias, claro.- dijo amargamente.
Juan observó con atención al miliciano. No debía tener más años que él, sino tal vez los mismos, diecisiete o dieciocho.
-¿Alguna idea de sobre cómo lograron pillarnos los yanquis?- inquirió.
-Ni la más remota. Esos hijos de puta aparecieron de repente, mataron a muchos, tomaron un huevo de prisioneros, y nos hicieron huir al resto. Mamones... Estoy harto de esta mierda de guerra. Por mí me volvía a Málaga con mi novia y mi hijo, y me olvidaría de todo esto. Pero bueno, me estoy quejando mucho. ¿Cómo te llamas?
-Juan Montes, como ese general al que mataron los brasileños hace nada, dos años.
-Yo me llamo Pedro Ojiva. Encantado.- le estrechó la mano.
-¿Ya tienes un hijo? ¿No eres muy joven?-
-Sí, a lo mejor para los estándares de antes de esta mierda de guerra mundial, pero cuando invadieron los brasileños era todo
Carpe diem, ¿no?- se echó a reír.-Mira, aquí tengo una foto- le mostró una foto en papel, mucho más fiable en combate que los móviles, de una chica rubia sonriente que sostenía a un rechoncho y adorable bebé.
De repente uno de los guerrilleros pasó corriendo a su lado mientras gritaba:
-¡Los yanquis, que vienen los yanquis! ¡A cubierto, corred!
Juan se puso en pie rápidamente.
-¡Un arma! ¡Dadme un arma, vamos!
Pedro le puso un compacto subfusil MP5K en las manos y le proporcionó también un par de cargadores antes de tirar de él hasta unos arbustos. El coronel García pasó ladrando órdenes:
-¡Los civiles, escondeos ya! ¡Los combatientes, conmigo! ¡Ha llegado el momento de la venganza! ¡Apostaos a ambos lados de la autopista y preparaos para disparar! ¿Dónde cojones está Fernández?
El corpulento miliciano apareció cargando su lanzacohetes Instalaza con uno de los dos proyectiles que le quedaban.
-¡A la orden, mi coronel!
-¡Escóndete cerca de ese risco! ¡Cuando pase el primer
Humvee lo vuelas en pedazos para detener a los demás! ¡Moveos, moveos, moveos!
Los guerrilleros se escondieron entre los matorrales y amartillaron sus armas, quitaron los seguros y se prepararon para cuando pasaran los americanos. Una nube de polvo ya se adivinaba en el horizonte, y se divisaban ya los primeros vehículos de una columna motorizada cuando el último de los civiles desapareció al otro lado una colina baja. Esperaron. El primer transporte pasó a toda velocidad, y entonces explotó. El atronador rugido de la deflagración ensordeció a Juan, que apenas vio cómo el segundo
Humvee chocaba contra el primero, se escoraba hacia un lado y salía volando por encima de los restos ardientes. Otro de los vehículos trató de detenerse, derrapó, y dio varias vueltas de campana antes de saltar en pedazos en otra descomunal explosión. Los otros dos transportes lograron detenerse con un chirrido y, en ese momento, noventa y tres guerrilleros se levantaron, disparando su armas.
Juan había estado tumbado tras una raquítica planta al lado de Pedro y de otro guerrillero llamado Franco. Se levantó y abrió fuego con su subfusil, vaciando todo el cargador en una sola ráfaga de gran potencia que abrió una hilera de agujeros en el vehículo más cercano. Las puertas de los
Humvees se abrieron y de ellos salieron algunos desorientados soldados norteamericanos que levantaron sus armas y devolvieron el fuego. Un yanqui se subió a la ametralladora de 50 mm montada en el chasis de uno de los vehículos y abrió fuego contra los milicianos. Los grandes proyectiles del arma partieron por la mitad a Franco, y derribaron a media docena de guerrilleros antes de que uno de ellos le volara la cabeza de un tiro al artillero.
Juan sacó el cargador vacío de su arma y metió otro en la ranura. Disparó de nuevo, esta vez de manera controlada, contra los tres soldados que había junto al transporte. Las balas no alcanzaron a ninguno, pero se lanzaron al suelo, dejando de disparar en el acto. Varios guerrilleros cayeron bajo el fuego del otro vehículo, pero un francotirador acabó con el servidor de la ametralladora y el arma calló. Unos pocos proyectiles pasaron zumbando cerca de Juan, pero él tan sólo parpadeó. Otros dos milicianos pasaron corriendo al lado del joven y fueron abatidos por los tres americanos del primer
Humvee. Estaban sufriendo demasiadas bajas, y aún quedaban seis norteamericanos. Entonces, la fuerza de reserva del otro lado de la autopista entró en acción, abatiendo a cuatro de los supervivientes. En ese momento, los dos últimos levantaron las manos gritando en un español chapurreado:
-¡Rendimos, rendimos!
El sonido de los disparos se extinguió poco a poco, y varios milicianos se acercaron a los soldados para maniatarlos.
Juan se giró para mirar a Pedro, y se le paró el corazón. El chaval yacía a dos metros de él, con todo el vientre ensangrentado. Juan corrió hacia el herido y le levantó la cabeza.
-Mierda, mierda, ¡médico!
-Dios, tío, me duele. Joder, cómo me duele. Oh, joder.- barbotó Pedro, escupiendo sangre.
-Maldita sea, no, no, no. Espera, espera. ¡Médico, joder!
-Mierda, Juan, me duele mucho. Me cago en todos sus muertos, me han dado, tío. No quiero morir.
-No me jodas tío, no te me mueras.
-Dile a mi novia...- tosió y gotitas de color escarlata brillante saltaron de sus labios. -Y a mi hijo... Diles que... Diles que les quiero. Oh, dios. No quiero morir, tío. No quiero, no quiero. ¿M-María? ¿María? Ese perfume... huele... muy bien... -volvió a toser, se convulsionó un momento, y quedó inmóvil, con los ojos fijos en el vacío. Juan no dijo nada. No quedaba nada por decir.
Dejó el laxo cuerpo de Pedro y, todavía cubierto de sangre, se abalanzó sobre uno de los prisioneros, golpeándole brutalmente.
-¡¡HIJOS DE PUTA!! ¡¡MAMONES!!- gritaba.
Algunos de los milicianos le cogieron y le retuvieron mientras el coronel se acercaba. Le puso una mano en el hombro.
-Tranquilo chico. Habrá tiempo para esto, pero no ahora. ¿Qué deberíamos hacer con ellos?- se preguntó en voz alta.
-¡Colgémosles!
-¡A la hoguera con ellos!
-¡Estranguladles!
-¡Fusiladles!
Las propuestas de ajusticiamiento no parecían tener fin. Después de un rato, García levantó la mano y dijo:
-Todos hemos perdido hermanos, amigos, mujeres, hijos y maridos a manos de estos cerdos. La decisión es unánime. Colgadles.
Y entre gritos, abucheos, pataleos y vítores, los soldados fueros ahorcados en uno de los olivos que había allí cerca.
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