Cuando Juan llegó a la sala de reuniones del Ayuntamiento de Pontebranca al día siguiente, el lugar parecía un mercado. Docenas de personas hablaban a gritos, provocando una algarabía indescriptible. Los únicos líderes de las guerrillas de Galicia que faltaban eran: el coronel Villa, de A Coruña, el mayor Tejada, de Lugo, el coronel García, y su segundo al mando, el capitán Suárez. Los dos jefes de las partidas de Madrid y Andalucía se hallaban en un reconocimiento a las afueras de Padrón. Se habían ido la noche anterior, junto a media docena de partisanos, y aún no habían vuelto.
-¡Orden! ¡Orden!- pedía el alcalde. -¡Por favor, orden en la sala!
Finalmente, el griterío se fue acallando. Juan se acercó a Marina, y le susurró:
-¿Qué pasa? ¿Por qué estaban gritando?
-¿Ves a ese tío de ahí?- respondió ella, también en voz baja, mientras señalaba disimuladamente a un hombre corpulento de unos cuarenta años. -Pues quiere reunir a toda la tropa y lanzar un ataque directo contra Coruña para recuperarla.
-¡Pero eso es un suicidio! ¿Cómo se le ocurre?
-Ni idea. Sólo que parece muy convencido. Además, no hace más que insistir en que él es el oficial de más alto rango aquí. Lo cual es gracioso, teniendo en cuenta que todos somos civiles, y en realidad no tenemos rangos militares.
Entonces, el tipo tomó la palabra:
-Me decís que es una tontería atacar ahora a los americanos. Pero yo os respondo que eso no es cierto. Están en territorio hostil, sin líneas de suministro fiables. Ahora es el momento de atacar. ¡Ahora es el momento de recuperar una de nuestras ciudades más simbólicas, e iniciar el camino hacia la reconquista! ¿O acaso no funcionaron esas tácticas contra la invasión brasileña de hace dos años?
Un guerrillero se levantó:
-Mi teniente coronel Santana, no decimos que no funcionaran esas tácticas contra los brasileños. Lo que decimos es que esas tácticas no funcionarán contra el ejército de los Estados Unidos, cuyo equipamiento y entrenamiento es muy superior. No podemos lanzarnos sin más contra las ametralladoras americanas y esperar que no nos destrocen. Además, aunque lo hiciéramos, no tenemos suficientes tropas.
-¿He oído bien, capitán Aguilar? ¿Me está usted diciendo que no tenemos tropas, aun sumando más de tres mil soldados entre Pontebranca y toda la región circundante?
-Con todo respeto, no son soldados. Son civiles armados. La mitad van con armas blancas o no tienen munición suficiente para una campaña prolongada. Y muchos de ellos huirán en cuanto empiecen los disparos. Además, las tropas estadounidenses tienen tanques y apoyo aéreo, y nosotros no tenemos ni camiones.
-¡Si conseguimos tomarles por sorpresa, no necesitaremos apoyo motorizado! ¡Podremos capturar la ciudad, y tomar prisioneros, para evitar que nos aniquilen con sus cazas! ¡Y además, tenemos armas antitanque!
-Sí, pero ¿cuántas? ¿y de qué calidad? ¿y de cuánta munición disponemos? De todos los líderes presentes en esta reunión, sólo cinco poseen lanzamisiles en sus partidas. Y eso, por no decir que son anticuados hasta decir basta. Los americanos tienen tecnología punta, aviones, tanques y armas anticarro de última generación, mientras que nosotros tenemos material dispuesto a estallarnos en las manos en cuanto tratemos de usarlo.
-¡No me ha escuchado! ¡Digo que si les tomamos por sorpresa podremos tomar la ciudad sin tener que disparar un solo tiro!
-Mire, haga lo que quiera, pero no va usted a jugar con las vidas de mis hombres.
Llegados a este punto, todos los partidarios de uno y de otro se levantaron, gritándose mutuamente de nuevo.
-¡Orden! ¡Orden!- pedía el alcalde. Pero nadie escuchaba. Enfurecidos, Santana y sus seguidores abandonaron la sala, maldiciendo en voz alta.
-Vámonos, Marina.-dijo Juan.
-Sí, vamos. Ya te han asignado una zona de acuartelamiento, ¿no?
-No, los de mi partida aún no tienen dónde quedarse. De hecho, no creo que hoy nos den de comer.
-¿Cómo? ¿Y eso?
-Nah, no te preocupes, que no es la primera vez que no como al mediodía.
Salieron del edificio del ayuntamiento, y se abrigaron, ella con su chaqueta y Juan con su maltratada gabardina. Se ajustó la cinta del subfusil que llevaba cruzado sobre un hombro, y apoyó las manos encima del arma.
-¿Cómo que no es la primera vez?
-Nada, que con la escasez de alimentos, pues eso. Que hay veces que no llega y hay que racionar.
-Pues vente a mi casa, que seguro que mi madre ya habrá vuelto a instalarse y habrá preparado algo.
-De verdad, no te preocupes.
-Que no, que no. Vamos, está justo al lado de la plaza.
Marina le cogió del brazo y le llevó calle abajo, en dirección a la casa. El sol empezaba a alzarse en el cielo, y quedaba poco para el mediodía.
Entraron en un modesto edificio de ladrillo de dos plantas, con un tejado rojo descolorido por las inclemencias del tiempo.
-¡Mamá, ya estoy en casa!
Se oyó un ruido en la cocina, y salió una mujer de media estatura, pelo negro entrecano y marcadas arrugas alrededor de los ojos. Llevaba un delantal de flores por encima de un vestido plisado sencillo de color azul, y se secaba las manos con un trapo de cocina.
-Pues venga, pon la mesa que ya va siendo hora de comer... ¡Anda! ¿Quién es este muchacho?
-Es uno de los guerrilleros que vino de Madrid. Se llama Juan. Va a quedarse a comer.
-Pues pon otro cubierto, venga. Y date prisa, que ya casi se han hecho las lentejas. ¡Y lavaos las manos!
-Que sí, mamá. Venga, vamos al salón.
Pronto estuvieron todos sentados a la mesa. Las raciones de lentejas eran ínfimas, y dieron buena cuenta de la comida. Cuando hubieron terminado de comer, la madre de Marina interrogó al joven partisano.
-¿Cómo es que habéis venido aquí?
-Los de mi partida, la única superviviente de las que había en Madrid, íbamos hacia Ávila en busca de refugio y provisiones. Tuvimos que ir a pie, porque no había gasolina para poner en marcha ningún vehículo. Los yanquis se la llevaron toda. La noche antes de llegar, la ciudad fue destruida por un bombardeo brutal. Cuando entramos, nos encontramos con una coalición de varias partidas que venían desde Málaga. Decían que aquí se estaba montando una contraofensiva, y que necesitaban gente.
-¿Y por qué escapasteis de Madrid? ¿Qué pasó?
-Descubrieron el centro de mando. Mataron a la mayoría. Unos pocos conseguimos huir, y el resto fueron hechos prisioneros. Me parece que los ejecutaron de todas maneras, por terrorismo. No consideran prisioneros de guerra a los guerrilleros, dado que no somos técnicamente soldados.
-Dios mío...- la mujer se tapó la boca con una mano. Marina alargó el brazo y rodeó con él los hombros de su madre.
-Siento ser portador de tan malas noticias, pero la vida no es nada fácil ahí fuera. Es una suerte que los americanos todavía no se hayan dado cuenta de que este lugar es un nido de guerrillas.
El resto del día pasó con rapidez, puesto que había mucho que hacer. El acuartelamiento de tantas personas fue todo un reto, puesto que sólo en Pontebranca había más de mil doscientos guerrilleros, sin contar con los cerca de tres mil habitantes y refugiados.
Finalmente lograron establecer un enorme campamento a las afueras del pueblo, en uno de los campos de cultivo que ahora estaban vacíos. El frío del invierno gallego cortaba como un cuchillo, y a lo lejos se oía el mar rompiendo contra los acantilados y la playa. En la lejanía podía verse la Torre de Hércules, en Coruña, iluminado de vez en cuando por relámapagos de una tormenta que se acercaba.
La tienda de Juan era poco más que un gran capote sostenido por un par de palos, y era una de las que más cerca quedaban del pueblo. El joven se dejó caer pesadamente sobre su catre, mientras la noche iba cayendo sobre las suaves colinas, y oscurecía la gran masa del pueblo, aunque la oscuridad quedaba rota por los lejanos rayos que provocaba la tormenta lejana, y por la miríada de hogueras que se habían montado por todo el campamento.
Se quedó sentado, a la luz de su linterna, que había colgado del vértice de la tienda a modo de lámpara. Pensó por un momento en aquello que había ocurrido hacía una semana, en la ciudad de Fabero. Era lo único de lo que se arrepentía verdaderamente en su vida. Las imágenes de lo ocurrido allí todavía le atormentaban en sueños, y había veces que se despertaba por las noches agarrando su cuchillo con fuerza, cubierto de sudor a pesar del frío, y apretando los dientes para no gritar.
Cerró los ojos, y trató de serenarse. Finalmente, agotado, se durmió.
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