El bosque, el segundo día, 6:04 am
El teniente Morales descendió las improvisadas escaleras que daban al refugio subterráneo en el que habían alojado al guerrillero herido. El muchacho se encontraba exactamente igual que cuando le encontraron. Habían vendado sus heridas lo mejor que habían podido, pero aun así la infección se había extendido en poco tiempo. Morales se dirigió al viejo médico que atendía al paciente:
-¿Cómo va todo, doctor? ¿Habéis conseguido al menos averiguar quién es?
El anciano se limpió las manos con un trapo manchado de sangre, y se volvió hacia el teniente.
-Es grave. Tiene una bala de 5'56 mm alojada en el músculo justo detrás de sus riñones, y un corte bastante profundo en el antebrazo izquierdo. Además, tiene un trozo de metralla clavado en el costado derecho, entre las tercera y cuarta costillas. Habrá que operar, y temo que no sobreviva al proceso. En concreto, la herida de bala de la espalda se ha infectado, y supura sangre y pus constantemente. Si no se le administran antibióticos de inmediato, morirá sin remedio.
-Mierda... nuestro suministro de penicilina no es demasiado grande, ya de por sí...
-También he encontrado esto en su bolsillo.- añadió el médico, mostrándole un DNI sucio y rayado. Morales tomó la tarjeta y leyó el nombre.
-Juan Montes Varela... me suenan esos apellidos. ¿Se ha despertado desde que llegó?
-No, y no creo que lo haga. Sus heridas son muy graves, y si no logramos romper el cerco para pedir ayuda al capitán Suárez, y que nos envíen suministros médicos, lo más probable es que muera antes de mañana.
-Está bien. Bueno, pues me voy, que hoy va a ser un día duro. Hasta luego, doctor.
El teniente salió del refugio, y se puso el casco, que se había quitado antes de entrar.
Juan, sudoroso y enrojecido, se debatía en sueños. Su respiración era rápida y agitada, y sentía como si su piel fuera a estallar en llamas de un momento a otro. El dolor era algo constante, y tan intenso, que había olvidado de dónde provenía. Sus dientes estaban apretados, y sólo dejaban escapar algún que otro gemido de sufrimiento. Las voces llegaban hasta él como a través de una almohada.
-Sujetadle, tengo que ponerle la anestesia.
-¡Cuidado, es más fuerte de lo que parece!
-¡Mierda, mantenedle quieto! ¡Con esos jodidos temblores no hay manera de apuntar con la aguja!
Finalmente, sintió un pinchazo en el brazo derecho, y un manto de tinieblas cayó sobre él.
*************
Miranda, el miliciano que había rescatado a Juan, se hallaba ahora escondido en un inmundo agujero, en una de las posiciones de emboscada que había por todo el bosque. Estaba cubierto de hojas y ramitas, y tenía la cara embadurnada de barro. Con las manos sujetaba un detonador y un fusil F2000 del ejército belga. Había combatido como mercenario en Suiza, a las órdenes del coronel Carlos Sajón, y había participado en operaciones de liberación en Alemania, contra el mastodonte militar que conformaban las Fuerzas Armadas de Polonia, en condiciones miserables, pero nada se comparaba a estar tirado sobre el barro, bajo la fina llovizna invernal que caía en aquella fría mañana de Enero, esperando a que aparecieran los americanos a través de la espesa niebla que lo cubría todo.
Entonces lo oyó. Un ligero chasquido a veinte metros más o menos de su posición, y un casi imperceptible movimiento entre la maleza. Los apenas audibles susurros de los guerrilleros se apagaron, y el silencio se adueñó de la zona. Miranda acarició el botón del detonador con el pulgar, y rezó en silencio para que no les descubrieran.
¡Allí! Una sombra apareció entre la densa niebla, y avanzó lentamente. Poco a poco, una veintena de figuras emergió de la cobertura de la bruma blanquecina. Paso a paso, el pelotón de soldados estadounidenses se acercó a la posición de los guerrilleros, con las armas cargadas y los seguros quitados. Los cañones de los M4A1 reglamentarios de los yanquis apuntaban en todas direcciones, barriendo la floresta.
Miranda cerró los ojos cuando notó una bota posarse en el suelo, cerca de su mejilla. Sus dedos se tensaron sobre el gatillo, y...
****************
Jones mantenía su arma contra el pómulo, apretando los dientes. No podía ver nada a través de la jodida niebla. Oyó la voz del sargento, que les ordenaba continuar hacia adelante:
-¡Vamos, moveos, malditos vagos, que ni siquiera hemos cruzado la mitad del bosque! ¡Seguid! ¡¿Qué sois, nenas asustadas?!
Cabrón arrogante. Atraería a la mitad de guerrilleros del bosque con sus gritos. Jones buscó con la mirada a sus compañeros de pelotón, pero no vio nada más que la blancura grisácea de la bruma. Giró la cabeza a derecha e izquierda, nervioso, pero no pudo distinguir nada. Siguió adelante, paso a paso, esperando a que en cualquier momento le dispararan por la espalda. Un paso. Otro paso. Otro. Otro.
Los soldados americanos continuaron avanzando por el bosque, sudando a pesar de la fría llovizna que les calaba los huesos, cada vez más aterrorizados. Tras cada tronco retorcido se escondía un miliciano, cada rama era el cañón de un arma, cada hoja era el filo de una bayoneta. En ese momento, los comunicadores chisporrotearon a la vida:
-Alto. Desde la izquierda, numérense.
Aliviados, los Rangers detuvieron su avance de pesadilla, y comenzaron a decir su número en voz alta.
-¡Uno!
-¡Dos!
-¡Tres!
Continuaron gritando su número, sin saber que estaban revelando su posición, y el número de hombres que había en el pelotón. Jones percibió un ligero movimiento a su izquierda. Algo se había agitado entre la hojarasca, al lado de su pie. Se inclinó para examinarlo, y se le heló la sangre en las venas. Algo sobresalía del montón de hojas muertas. Apuntó con su M4A1, y apretó el gatillo dos veces. El estruendo de los disparos resonó por toda la zona. Jones apartó de una patada los restos ensangrentados de... una ardilla.
-¿Quién ha disparado? ¡Informe de situación!
-¡No es nada, mi sargento!- voceó Jones, ya más tranquilo. Bajó el arma. Y entonces, el guerrillero que estaba subido al árbol bajo el cual se encontraba Jones abrió fuego con su rifle G36, partiéndole la cabeza en pedazos. Saltaron trozos de hueso y materia encefálica, y sangre. Mucha sangre. El sargento se llevó el comunicador a la boca, pero las palabras nunca abandonaron sus labios, pues una carga explosiva camuflada a la altura de su cadera explotó, partiéndole en dos y lanzando su mitad superior a tres metros de allí. En ese momento, el resto de bombas IED que habían sido colocadas por todo el lugar también se activaron simultáneamente, con estampidos ensordecedores, haciendo pedazos a varios soldados, y derribando o desorientando a muchos más. A su alrededor, el bosque cobró vida, y docenas de partisanos salieron de la maleza, abriendo fuego, y acabando con media docena de Rangers antes de que el resto pudiera siquiera reaccionar.
Se desató el pánico, mientras el aire se colmaba del coro de gritos de los agonizantes, el estruendo de las explosiones y el disparo de las armas. Los veteranos guerrilleros parecían fantasmas, saliendo de sus coberturas para abatir a un asustado soldado estadounidense, y desapareciendo antes de que el cuerpo tocase siquiera el suelo. Sus ropas, armas, incluso su piel, estaban camuflados con capas de barro y hojas, y se confundían perfectamente con el entorno.
Los Rangers caían por doquier, sin saber desde dónde les venían los disparos. Algunos trataron de huir, y fueron abatidos por los partisanos que se habían desplazado para cortarles la retirada. Otros intentaron cubrirse con los troncos de los árboles, pero fueron presas de guerrilleros que caían de los árboles y les degollaban con sus largas bayonetas, o les aplastaban la cabeza con gruesos palos, rocas, o las culatas de sus fusiles.
Entonces, las tropas del teniente Morales salieron de sus refugios subterráneos y cogieron a los supervivientes del pelotón por detrás, haciendo pedazos su formación.
-¡A degüello! ¡No toméis prisioneros! ¡Acabad con todos, sin cuartel!
Ningún estadounidense sobrevivió a la emboscada. Todo el pelotón fue aniquilado. Algunos intentaron rendirse, pero ni siquiera ellos se libraron de la masacre. Sin misericordia. Sin compasión. Sin miedo. Una buena mañana.
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Puesto de mando avanzado estadounidense, La colina, 8:03
El estruendo de la explosiones y el tableteo de las armas automáticas se apagó después de unas horas. El general Baxter apretó los labios. Había subestimado a su enemigo, y sus hombres habían pagado el precio. Nunca más. El silencio se cirnió de nuevo por el bosque como un manto, antes de ser roto por un sonido extraño.
Era como si los ángeles del cielo gimieran y lloriquearan suavemente. Eran gaitas, que sonaban, nostálgicas, tristes. Las dulces notas se sucedieron, una tras otra, mientras la música de los instrumentos se combinaba en armónicos acordes, para luego separarse y volverse a juntar. Baxter no conocía la pieza, pero se le llenaron los ojos de lágrimas ante la belleza, ajena a la guerra, de aquel exquisito sonido. Las notas continuaron entrelazándose, elevándose sobre el campo de batalla, sobre la devastación de la guerra, puras, hermosas, tiernas, inocentes.
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