Pontebranca, el segundo día. 16:57
Marina alineó la mira de su L96. Desde su privilegiada posición en lo alto del campanario de la iglesia de Pontebranca podía observar cualquier cosa que ocurriera a menos de quince kilómetros. El bosque estaba a lo lejos, envuelto en una espesa niebla. Aquella nublada tarde de Enero, Marina se sentía especialmente fuerte. Su cuerpo estaba cubierto por un grueso traje de francotirador, y llevaba puesto un pasamontañas negro que ocultaba sus hermosas facciones. Las zonas de piel que quedaban al descubierto estaban pintadas con esmero en tonos de camuflaje. En sus ojos había un brillo acerado, mientras ponía el punto de mira de su fusil en la cara de un lejano soldado norteamericano. Contuvo la respiración, y relajó todo su cuerpo hasta el punto de que podía oír los latidos de su propio corazón. El rifle, antes pesado, pareció flotar en sus manos. Acarició el gatillo con el dedo, mientras el soldado se giraba. La muchacha distinguió las insignias de sargento, incluso a aquella distancia.
Completamente inmóvil, Marina cerró un ojo y compensó la velocidad del viento, su dirección, y la distancia hasta el objetivo, apuntando justo sobre el casco del yanqui. Entonces abrió el ojo, soltó todo el aire de sus pulmones, y apretó el gatillo. Dentro del rifle, un mecanismo lanzó un pequeño martillo contra la parte posterior de la bala de 47 mm, detonando la diminuta carga de pólvora del proyectil. El estallido propulsó la bala a través del cañón del arma, al tiempo que salía un fogonazo de la bocacha. La bala salió a velocidad supersónica del fusil, atravesando los dos kilómetros que había hasta el objetivo mientras giraba sobre sí misma, impactando en el ojo del desprevenido sargento y saliendo por la parte posterior de la cabeza, prácticamente arrancándosela de cuajo. El disparo sonó un milisegundo después.
El bosque, 16:57
Juan se debatía en sueños, bañado en sudor pese al frío, ardiendo de fiebre. El mundo era para él un vórtice de dolor. Con cada movimiento, podía notar el chirrido de sus huesos. Tenía los ojos fuertemente cerrados, y parecía que le iba a estallar el cráneo. El costado y el brazo izquierdo le palpitaban, enviando agónicas descargas de dolor a su cerebro. Tenía las mandíbulas doloridas de tanto apretar los dientes. No podía distinguir la realidad de los sueños, de manera que se veía sacudido por espantosos recuerdos, mezclados con sus peores pesadillas.
Le pareció encontrarse de nuevo en Madrid, en su casa, con su familia, en medio del bombardeo. Su padre gritaba:
-¡Juan, corre! ¡Hay que salir de aquí!
Una bomba caía en el tejado de la casa, y el edificio temblaba hasta los cimientos, mientras caían grandes pedazos del techo. La hermana de Juan, Natalia, salió de su cuarto totalmente cubierta de hollín y pintura pulverizada, aún en camisón.
-¡Natalia! ¡Pilar! ¡Maldita sea!- llamó el padre de Juan.
Juan se lanzó a socorrer a su madre y a su hermana, pero una viga enorme cayó del techo envuelta en llamas, cortándole el paso.
-¡No!- Juan trató de acercarse, pero las llamas rugían con violencia cada vez que lo intentaba, y se vio obligado a desistir. Podía distinguir el cuerpo inerte de Natalia en el suelo, con un enorme charco de sangre extendiéndose alrededor de su cabeza. La madre de Juan salió tambaleándose de la habitación de su hija, y se quedó muda al contemplar el cadáver de la muchacha.
La mujer lanzó un grito desgarrador y se arrodilló junto a ella, acunando su forma desmadejada sobre su regazo.
-¡Idos! Ya no hay nada que podamos hacer. Me quedaré junto a mi niña
-¡No, Pilar! ¡Vamos, tienes que salir de ahí!- suplicó el padre
-¡Mamá, venga!
-¡Que os vayáis! ¡Corred! ¡Alejandro, saca a Juan de aquí!
El padre de Juan tiró de su hijo, con fuerza inusitada, y le obligó a salir por la puerta, y en ese momento, todo el piso se vino abajo, quedando Juan colgado del trozo más grande, formado por lo que quedaba del rellano, las escaleras, y el ascensor. Fue la última vez que vio a su familia.
Despertó de nuevo, gritando de dolor y rabia. No pudo abrir los ojos, pero no le importó. Sus rodillas le golpearon el mentón con tanta fuerza que sus dientes chocaron. Le parecía que la cabeza le iba a estallar. En su interior, una tormenta estaba comenzando. Su existencia era un vórtice de dolor. Sabía que si la tormenta le arrastraba, sería absorbido por la negrura que aguardaba más allá, y moriría. Y Juan no tenía ninguna intención de morir. Luchó con toda su alma y, lentamente, empezó a alejarse. La tormenta arreció, y el fuego que tenía en su interior le abrasó. Estuvo a punto de dejarse llevar. Pero recordó algo. Alguien. Alguien le esperaba al otro lado del vórtice.
Reunió todas sus fuerzas, y se alejó del frío aliento de la muerte con pura fuerza de voluntad. Se aferró a la vida como si fuera una cuerda salvadora, y su conciencia salió disparada hacia su cerebro embotado con la fuerza de un misil.
Se encontró de nuevo tumbado en la camilla del hospital subterráneo. Estaba empapado de sudor. Tenía los párpados pegados a causa de las lágrimas, pero se forzó a abrirlos. La débil luz se clavó en sus pupilas, haciéndole parpadear a pesar de encontrarse en la penumbra. Rodó hacia un lado, y jadeó de dolor cuando el impacto hizo que los puntos de su costado tiraran de la carne. Se arrastró hacia las escaleras, centímetro a centímetro. La tierra del suelo le arañó la piel, y se forzó a incorporarse. Pensó: "¿Acaso eres un gusano? Levántate, y anda como un hombre." Con esfuerzo, se puso de pie.
Su primer paso fue vacilante, como el de un niño pequeño. El segundo fue algo más firme. El tercero le resultó más fácil. Se pasó la mano por la frente, y no notó ni rastro de fiebre. Entonces, fue hasta su gabardina, que estaba colocada en el respaldo de una burda silla de madera vieja, y sacó un paquete de cigarros del bolsillo trasero. Se sentó en la silla, se reclinó hacia atrás, y encendió uno. Así le encontró el médico cuando fue a hacer el chequeo rutinario de aquel día.
El bosque, búnker 6. 19:03.
El búnker 6 era en realidad poco más que una vieja casamata de la Guerra Civil. Estaba cubierto de hojas y ramas, de manera que quedaba casi totalmente camuflado. Dentro se apiñaban Miranda y otros tres "Madereros". Mientras iba cayendo la noche, las formas de los soldados estadounidenses se hacían cada vez más difusas, haciendo complicado apuntar la gran ametralladora MG4 que operaba Miranda. Uno de los otros partisanos le servía la munición, y un tercero le elegía los objetivos. Tenían inmovilizado a un grupo de yanquis desde hacía dos horas, y la presencia de trampas explosivas alrededor del búnker hacía que fuera imposible para otros pelotones apoyar a los soldados actualmente atrapados dentro del arco de fuego del arma.
Tres de los yanquis habían muerto intentando desalojar la posición con granadas, y otros seis se hallaban heridos gravemente debido a la incesante lluvia de balas provenientes de la ametralladora, además de aquellos que resultaban abatidos o heridos por las trampas y IEDs, que lanzaban chorros de metralla y metal caliente contra cualquier desafortunado soldado que tuviera la mala suerte de tropezar con una.
Cada diez o quince minutos, uno de los soldados era alcanzado por un tiro de un rifle de francotirador de gran potencia proveniente de algún lugar cercano. Nadie era capaz de determinar realmente dónde se encontraba, pero sus disparos actuaban con eficacia letal. La estrategia de los partisanos era siempre la misma, pero era realmente efectiva.
Arrojadas escuadras "anzuelo" hacían sonar gaitas, atrayendo a los soldados americanos que se quedaban aislados en la densa niebla a emboscadas, en terrenos preparados de antemano, o haciéndoles caer en trampas con explosivos improvisados y fuegos cruzados entre búnkeres camuflados. Los vehículos estadounidenses eran incapaces de maniobrar en un terreno tan denso y con tan poca visibilidad, y quedaban inmovilizados, a merced de los milicianos que, apostados en los árboles, colaban granadas por las ranuras, o los volaban con C4.
Habían muerto casi treinta guerrilleros, a cambio de las muertes de 19 yanquis, pero les habían detenido. Tan sólo un centenar de partisanos habían logrado detener a un batallón entero. Cuando cayó la noche, los americanos aún no habían conseguido cruzar el bosque.
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