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Pontebranca, casa de Marina, 20:06

Una ducha con agua caliente le pareció a Juan un bálsamo milagroso después de dos días y noches cubierto de barro y sangre. Se frotó con una esponja y observó cómo caían grandes costras de suciedad y sangre seca. Con cuidado de no mojarse las vendas, limpió la zona alrededor de sus heridas. Una hora después, al fin limpio, se vistió de nuevo, con un pantalón de camuflaje nuevo, una camisa de franela y una chaqueta de cuero. Se afeitó, utilizando la afiladísima hoja de su cuchillo, y salió. Marina le esperaba en la cocina. Ella también se había limpiado, en el otro cuarto de baño.

Se había quitado la pintura de camuflaje, y se había recogido el oscuro pelo en una coleta. En lugar del pesado “ghillie” de francotirador, se había puesto una camiseta blanca sin mangas, pero aún llevaba la parte inferior de la prenda, con el camuflaje de hojas susurrando levemente con cada movimiento. Había apartado las botas de un par de patadas, y caminaba descalza sobre el suelo de baldosas blancas. Juan se quedó observándola durante unos segundos. La chica levantó la cabeza de la lata de café con la que estaba pugnando, y sonrió, apartándose un mechón de cabello de la frente.

-¿Qué?

-Nada. ¿Cómo es que te has unido a las guerrillas?- le preguntó, señalando el rifle L96 que se hallaba en una esquina.

-Mi padre… era policía. Ya lo sabes. Me enseñó a disparar de pequeña.

-Recuérdame no enfadarte nunca.- dijo Juan con una amplia sonrisa.

Marina rió, con un sonido que a los oídos del partisano era tan puro como el canto de un ángel. Juan avanzó, para ayudarla con la lata, y entre los dos lograron abrirla. Sus dedos se tocaron brevemente, y los ella surgieron hacia adelante, para coger los de él. Juan contuvo el aliento un momento, y vio que a Marina también se le aceleraba ligeramente la respiración. La tensión entre ambos era palpable.



Los ojos del joven se perdieron en las profundidades verdes de los de ella. Entonces, Juan no lo aguantó más. Inclinó la cabeza, y la besó. Los labios de ambos se fundieron, como si encajaran a la perfección. Juan pensó que la chica le apartaría, pero no fue así. Al contrario, todo su cuerpo pareció erizarse, cuando Marina se estremeció hasta el alma.

Se separaron, respirando entrecortadamente. Sus manos estaban entrelazadas, y ninguno hizo el menor movimiento para apartarse del otro.



Juan le quitó la lata de café a Marina de las manos, y la dejó sobre la encimera. Después, sin dejar de besarla, la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio. Se tumbaron sobre la cama de ella, y continuaron besándose y acariciándose en la penumbra, murmurándose palabras suaves que no tenían más importancia que la pasión del momento. Un rato más tarde, Marina sacó la foto de ella misma que Juan había llevado consigo por media España, y se la dio:

-Tú la necesitas más que yo. Si alguna vez vuelve a ocurrir lo de estos últimos días, quiero que la tengas tú. Te quiero, Juan.

-Yo también te quiero, Marina.

-Pensaba… pensaba que no tenías sentimientos por mí.

-Marina, te he amado desde el momento en el que vi tu fotografía por primera vez. Te memoricé, tu cara, tus ojos, tu
boca, durante meses. Cuando estaba herido, o triste, o desesperado, tú eras lo que me daba valor.

-Juan…

-Atesoré tu imagen, porque era a lo que podía aspirar. Y cuando te conocí, eras mejor de lo que siquiera podía soñar, así que no te mostré mis sentimientos. Porque ¿cómo ibas tú a corresponderme? ¿Quién era yo para perseguir sueños imposibles?

Marina se quedó sin palabras. Aquello era lo más bonito que alguien le había dicho jamás.

Volvieron a besarse, y la oscuridad fue testigo de su amor.

El cuarto día

Aquella mañana amaneció con el sonido de los bombardeos. Un AC-130 planeaba sobre Pontebranca, disparando sin cesar contra las posiciones de los guerrilleros españoles, que trataban de ponerse a cubierto. Mientras tanto, las tropas americanas habían rodeado el pueblo por completo.

En el improvisado puesto de mando del Ayuntamiento, Suárez y Morales hacían los últimos preparativos para cuando comenzara el asalto. Sabían que los yanquis no arriesgarían a más helicópteros, debido a que los partisanos disponían de lanzamisiles Instalaza, con los que podían causar serias bajas, así que el asalto sería por tierra.



El objetivo último era proteger a los civiles que habían quedado atrapados en el pueblo, puesto que, aunque sabían que los yanquis no solían matar a gente inocente, a veces hacían excepciones.

Todas las entradas menores estaban cortadas por pilas de neumáticos ardientes, y las tres entradas principales contaban con barricadas, y estaban minadas. El acceso norte estaba dominado por el albergue, donde se habían apostado las pocas ametralladoras que les quedaban a los guerrilleros. El acceso sureste, menos defendido, estaba controlado por la iglesia, donde se apostaban los francotiradores, y los supervivientes de los “Madereros”. Y el acceso oeste era una masa de escombros, cráteres, y campos de minas. En total, doscientos treinta milicianos defendían el pueblo.

El bombardeo del AC-130 duró varias horas, hasta que por fin, a la una del mediodía, se retiró para repostar.

Campamento norteamericano, la colina, 13:06

El general Baxter observó Pontebranca con sus prismáticos. Podía ver figuritas corriendo de un lado a otro, recogiendo a sus heridos, tratando de salvar las vidas de sus seres queridos. ¿Qué era lo que motivaba a estos guerrilleros? ¿Qué era lo que les empujaba a tomar las armas y luchar como demonios? Ya había perdido a treinta de sus hombres, entre muertos y heridos, sin prisioneros, puesto que los partisanos no daban cuartel. A cambio, habían aniquilado a casi trescientos milicianos, pero los muy cabrones no se rendían.



Seguían aguantando, incluso más allá de toda esperanza de supervivencia. Bien, pues lo habían hecho personal. Esta era la última operación de Baxter. Después de que terminara, se retiraría. Ya había tenido suficiente muerte, destrucción y miseria en aquel infierno de país.

Cogió el comunicador con una mano, y sostuvo el dedo sobre el botón de activación mientras echaba un último vistazo a aquel lugar condenado. Presionó el botón, y dijo:

-Todas las unidades. Comiencen el ataque.

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