La linde, 8:30, el tercer día
-¡Corred! ¡Ya vienen!
-¡Fuego, fuego!
-¡Meted a los heridos en los camiones! ¡Vamos, moved el culo!
El alba empezó a despuntar, sobre las decenas de guerrilleros que trataban de escapar del bosque. Cada pocos minutos, un helicóptero o un caza hacía una pasada con ametralladoras y misiles. Los pocos vehículos aún operativos iban atestados de heridos, y el suelo estaba sembrado de muertos. Tan sólo quedaban un puñado de partisanos, apenas cincuenta heridos, exhaustos y aterrorizados hombres y mujeres. Todos corrían, tratando de alejarse del gigantesco incendio forestal y de las tropas estadounidenses que acudían a rematar el trabajo.
Juan corrió con ellos. Corrió como alma que lleva el diablo. A sus espaldas, las balas cortaban el aire, derribando a más milicianos. Resbaló en un charco de sangre, y se dio de bruces contra el suelo, justo en el momento en el que el Abrams emergía del bosque, derribando árboles a su paso. El enorme tanque abrió fuego con el cañón principal, lo que hizo estallar un camión en medio de una bola de fuego. Juan se levantó, mientras comenzaban a salir soldados de la línea de árboles. Disparó su arma con una sola mano sin apuntar, mientras echaba de nuevo a correr. Unos pocos partisanos se pararon y le imitaron, abriendo fuego contra los yanquis que les perseguían. El resto continuó su alocada carrera en dirección a Pontebranca. El pueblo se encontraba ya muy cerca, pero los helicópteros les hostigaban, acabando selectivamente con los rezagados. Juan apenas podía respirar. Pontebranca estaba a tan sólo unos centenares de metros.
Se giró y gritó:
-¡Venga, un último esfuerzo! ¡Seguid!
El teniente Morales, exhausto, cayó de repente al suelo al lado de Juan. El muchacho reparó en la gran mancha de sangre que se extendía sobre la espalda del teniente. Se acercó a él, y le pasó un brazo por encima del hombro, librándose del cabestrillo, que dificultaba sus movimientos. Levantó al partisano, que ya estaba perdiendo la consciencia, y continuó arrastrándole hacia el pueblo. Más balas zumbaron, y más guerrilleros cayeron, cuando los helicópteros hicieron una nueva pasada, mientras el bosque ardía tras ellos.
Una de las aeronaves reparó en él. Aunque sabía que era imposible, Juan hubiera jurado que vio incluso las balas salir disparadas en su dirección. Entonces, una estela de humo blanco pasó al lado del helicóptero. Y otra. Y otra. Provenían del pueblo. Los misiles trazaron senderos cilíndricos en el aire, buscando desgarrar la piel metálica del AH-6. El Little Bird no tuvo más remedio que retirarse para evitar ser derribado, y se alejó. El segundo, en cambio, no fue tan afortunado. Uno de los cohetes Instalaza impactó en el rotor de cola, volándoselo. El AH-6 volcó en el aire, se sostuvo unos segundos, y empezó a caer en dirección al pueblo. Describiendo círculos cada vez más bajos, el helicóptero acabó por estrellarse en algún punto de la plaza norte.
Y por fin, Juan había regresado a Pontebranca.
La iglesia
Marina se había quedado dormida sobre su fusil. Había pasado totalmente desapercibida, gracias a su traje de camuflaje. Llevaba tumbada en silencio y quieta más de veinticuatro horas, moviéndose ligeramente sólo para tomar un trago de agua, de vez en cuando, o dar un bocado a una barrita energética. Finalmente, cuando empezaba a despuntar el alba, incluso mientras observaba la brutal batalla que tenía lugar en el bosque, cerró los ojos, vencida por el agotamiento.
Despertó, sobresaltada, cuando un helicóptero se estrelló contra la planta baja de la iglesia, quedando incrustado en el altar. La muchacha se levantó y bajó las escaleras que llevaban al campanario, mientras introducía un nuevo cargador en el L96. Se aproximó cautelosamente al AH-6, con los ojos abiertos como platos. Llegó hasta la cabina del piloto, y abrió la portezuela. Entonces, un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba mirando fijamente al cañón de un UMP-5.
-
Get back. I said get back!
Había un yanqui vivo dentro de la cabina. La estaba apuntando con su arma, mientras un reguero de sangre le bajaba por la cabeza.
Marina estaba paralizada. Dentro de los guantes, sus manos empezaron a sudar. El estadounidense trató de salir, pero lanzó un grito de dolor. Parecía tener rota una pierna. Marina retrocedió lentamente, levantando su rifle. El americano la miró a los ojos, y mantuvo el cañón de su arma fijo en el rostro de la chica. Entonces, alguien empujó a Marina contra el suelo. El rifle se disparó con una detonación seca. Cayó de espaldas al helicóptero, de manera que no pudo ver nada de lo que ocurrió a continuación.
Oyó una ráfaga corta de un subfusil, y luego un golpe. Y luego otro. No podía levantarse, porque el tipo que la había tirado al suelo la estaba manteniendo así. Finalmente, la presión sobre su cuerpo se liberó, y Marina pudo levantarse.
Vio que dos guerrilleros sacaban al piloto inconsciente de la cabina del helicóptero. Entonces, se giró, y sus ojos se abrieron como platos. El guerrillero que le había placado contra el suelo también mostró sorpresa.
-¡Juan! -exclamó, lanzándose hacia él y abrazándole.
-¡Marina! Esto es… ¿qué haces aquí? ¿Cómo…?
-¡Cállate ya tonto! ¡Pensaba que estabas muerto!
Se quedaron abrazados un momento, para luego separarse entre carraspeos al darse cuenta de que todo el mundo estaba mirando. El teniente Suárez entró en la estancia, acompañado de los supervivientes del bosque.
-¿Quién de vosotros es Juan Montes?
Juan avanzó y saludó.
-A sus órdenes, mi teniente.
-Me dicen que eres alguna clase de héroe, Montes. Que fuiste el único superviviente de la masacre de la colina, y no
sólo eso, sino que también te las has arreglado para sacar con vida del bosque al teniente Morales y a unos treinta de sus “Madereros”. ¿Tienes algo que decir a eso?
-Sólo cumplía con mi deber, mi teniente.
-Bien, pues por “cumplir con tu deber”, te asciendo efectivo inmediatamente a teniente segundo de la Partida 106, los “Madereros”, con el beneplácito del teniente Morales. Enhorabuena por tu ascenso, soldado.
Juan sintió que la mano de Marina se deslizaba en la suya. Esto le habría resultado embarazoso en cualquier otro momento, pero esta vez sólo se sintió agradecido por el apoyo. Se limitó a inclinar la cabeza, mientras los guerrilleros vitoreaban.
Afueras de Bilbao, a tres kilómetros de la nube radiactiva
El coronel García estaba discutiendo acaloradamente con el teniente general Santana. García había recibido por radio una emisión fantasma, equipada con el código de emergencia de las Fuerzas Armadas Españolas. Provenía de algún punto al noroeste de Galicia.
-¡Es sólo un ejercicio! ¡No saben que están ahí, luego no es posible que les estén atacando!- insistía Santana.
-¿Un ejercicio? ¿Esto le parece un jodido simulacro, gordo de mierda?
El viejo coronel giró el dial de la radio, hasta recibir una señal fuerte y clara:
-¿Pontebranca? ¡Aquí búnker 6! ¡Nos atacan! ¡Estamos en inferioridad numérica, y hay un tanque! ¡Repito, tienen un tanque! ¡Envíen refuerzos! ¡Pontebranca! ¡Pontebranca, ¿me recibe?! ¡Por el amor de Dios, contesten!
-Esto es un ataque, y lo sabe bien. Ya sabemos lo que ha ocurrido aquí. Bilbao ya no existe. Más vale que ahora nos empecemos a preocupar de salvar a los vivos, en lugar de llorar a los muertos.
-¡Esto es insubordinación, coronel!
-No. Esto es lo que vamos a hacer. Vamos a volver a Pontebranca, y vamos a enseñar a estos asquerosos yanquis imperialistas una lección que nunca olvidarán.
-¡Esto es una insubordinación intolerable! ¡Yo tengo el mando! ¡No usted! ¡Arréstenlo!
Ninguno de los guerrilleros que les rodeaban se movió.
-¡He dicho que le arresten! ¿A qué coño esperan? ¡Se pudrirá en un calabozo por esto, García!
El coronel le miró fijamente. A un gesto suyo, una docena de partisanos agarraron al gordo oficial y le quitaron sus armas.
-Ya no está “al mando”. Le relevo de su posición, mi teniente general. Lleváoslo.
Entonces, el coronel se giró hacia sus tropas. Dos mil quinientos guerrilleros, cincuenta soldados regulares y un tanque Leopard II. Y sonrió.
Pontebranca, casa de Marina, 7:00
-… y ahí está el baño. Luego te traeré unas toallas. Mi madre se ha ido al campamento civil, así que ahora estoy sola. - dijo Marina. Sonrió, y bajó la cabeza. Notó que él se acercaba y, súbitamente, le abrazó con fuerza.
Juan, algo sorprendido, correspondió al abrazo.
-Pensé que habías muerto… en la colina. -musitó ella contra su pecho. -Ya sé que no hace mucho que nos conocemos, pero… siento que no quiero perderte. ¿Eso tiene sentido?
Juan inhaló profundamente, y respondió, con voz ronca:
-Yo tampoco quiero perderte.
Se quedaron así unos segundos, y la muchacha se separó de él. Se sonrojó, giró la cabeza y se alejó por el pasillo. Juan cerró un momento los ojos, intentando discernir sus sentimientos. Era una locura. Apenas se conocían. ¿Cómo iba ella a interesarse por él?
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