Al mismo tiempo que ocurría la conversación entre Marina y Juan en el campamento, un grupo de lanchas se dirigía en completo silencio en dirección a la flota estadounidense que se encontraba fondeada en las inmediaciones de los astilleros de Bilbao. La Luna se encontraba totalmente oculta por las nubes, y el mar estaba en calma. Lentamente, y esquivando los potentes focos de luz que barrían el mar en busca de intrusos, las lanchas se acercaron a un gigantesco portaaviones. Con sigilo, las embarcaciones se detuvieron junto al masivo buque de guerra, y unas figuras vestidas de negro lanzaron cuerdas para abordarlo. La teniente Zuria González observó las maniobras en silencio, dando instrucciones en voz baja, de vez en cuando.
Cuando le llegó el turno de subir, la joven guerrillera cogió la cuerda, y empezó a escalar hábilmente, ayudándose de las manos y los pies para deslizarse hacia arriba. Entonces, el guerrillero que iba detrás, un muchacho de apenas diecinueve años, intentó empezar a subir con demasiado entusiasmo. Cuando la teniente llegó arriba, pudo ver que el joven estaba a mitad de camino, pero que había resbalado. Con un grito ahogado, el chico trató de recuperar la cuerda, pero ya se precipitaba hacia el mar. Con un desesperado volteo, logró alcanzar el cabo, pero se enredó en él, quedando colgado de una manera muy precaria.
Zuria maldijo entre dientes. Un marinero yanqui se acercaba, y llevaba una linterna y una pistola cargada en las manos. El guerrillero colgado de la cuerda trató de desenredarse, pero los gruesos guantes de escalada le entorpecían. Zuria se quedó mirando impotente cómo el marinero se acercaba cada vez más. Los dos grupos de partisanos, los que ya se encontraban arriba, y los que todavía estaban en las barcas, maldecían en silencio. Entonces, el chaval logró deshacerse de los guantes, y agarró firmemente la soga. Deshizo el nudo que le mantenía aprisionado, y trató de continuar subiendo. Entonces, el americano se asomó por el borde de la cubierta, y enfocó al joven. Se quedó aturdido un momento, como incapaz de procesar el hecho de que había dos docenas de partisanos españoles abordando su barco en mitad de la noche.
Abrió la boca para dar la alarma, pero Zuria fue más rápida. Ordenó al guerrillero que tenía a su lado:
-Mátalo.
Éste levantó su pistola, que tenía un grueso silenciador acoplado al cañón, y le disparó en la sien al marinero. El hombre se desplomó antes de haber emitido siquiera un sonido. Uno a uno, todos los partisanos fueron subiendo al buque. Zuria le lanzó una mirada asesina al guerrillero que había estado a punto de descubrirles. Con sigilo, los treinta hombres se desplegaron por la cubierta del portaaviones, escondiéndose entre los bidones de combustible y las cajas de municiones. Zuria encomtró lo que estaba buscando: una trampilla, parcialmente oculta por un F-18 que se encontraba aparcado encima de ella. La señaló, llamando la atención de sus hombres con un chasquido de dedos apenas audible, aun en la quietud de la noche.
Un corpulento guerrillero vasco la abrió, tirando de la manilla, y los españoles empezaron a bajar por la estrecha escalerilla que partía desde la cubierta hasta las profundidades de la sala de máquinas del buque de guerra. Los pasillos estaban iluminados precariamente por apliques de luz enrejados que se encontraban en el techo y las paredes. Había centinelas por todas partes, y los guerrilleros estuvieron a punto de ser descubiertos en varias ocasiones.
Una vez llegaron a uno de los múltiples generadores de la sala de máquinas, Zuria reunió a sus hombres a su alrededor:
-El plan es el siguiente: entramos en la sala del generador nuclear. No os preocupéis, no hay radiación allí. Un a vez dentro, tomamos el control de la sala, y emitimos por radio que estamos dispuestos a volarlo si no acceden a retirar a todas sus tropas de Bilbao antes de una semana. ¿Alguna pregunta? ¿No? Bien, pues a ello. - susurró la chica.
-¿Cómo organizamos la entrada?- preguntó uno de los más experimentados partisanos.
-Tú y otros catorce entraréis por la escotilla principal. Los míos y yo entraremos por la de emergencia. Hay que tener cuidado. Somos muy pocos como para contenerles si el asalto falla. No hay ni que decir lo que ocurrirá entonces.
-De acuerdo. Vamos, chicos. No entréis hasta que dé la señal.
Minutos después, Zuria y sus partisanos se encontraban agazapados al otro lado de la escotilla de emergencia, mirando a través del grueso cristal antibalas. Vieron que la escotilla principal se abría lentamente, y que de ella salían los del otro grupo. La sala era un lugar enorme, con el generador nuclear justo en el centro. Tanques de líquido refrigerante rodeaban el generador, y algunos grupos de centinelas los vigilaban. Antes de que pudieran reaccionar, los partisanos abrieron fuego. Los disparos abatieron a una docena de guardias antes de que éstos siquiera se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
El jefe del grupo de guerrilleros disparó una vez al aire, dando la señal para que atacara el grupo de Zuria. La escotilla se abrió, y el resto de partisanos entraron en la sala. El ruido ensordecedor de los disparos les recibió. Las balas volaban por doquier. El olor acre de la pólvora impregnaba el aire. Zuria se llevó su fusil de asalto al hombro y disparó, abatiendo a un marinero que pasaba corriendo a su lado, enarbolando una pistola. Un guerrillero que estaba a un metro de ella recibió un tiro en la cabeza, y se desplomó. Zuria buscó un lugar donde ponerse a cubierto, mientras los disparos volaban por encima de ella.
Encontró un lugar detrás de unas cajas de madera muy grandes que había cerca de ella. Se agachó tras una de ellas, y cambió el cargador de su G36C. Otro guerrillero cayó con un agujero humeante en el pecho cuando un marine norteamericano surgió de detrás de un tanque de líquido de refrigeración y abrió fuego con su M4A1. Zuria notó que una bala le hacía un surco en la mejilla al rozársela, y gritó, llevándose una mano a la herida. Los partisanos avanzaron por la sala, disparando contra todo lo que se movía.
Unos pocos centinelas entraron en la gran habitación, y sumaron su fuego al de los supervivientes que disparaban desde los paneles de control y las cubas de refrigeración. La andanada abatió a otros tres españoles, que cayeron acribillados a balazos. El resto de guerrilleros cosió a tiros a unos pocos de los desorientados centinelas antes de que pudieran recuperarse de la sorpresa, y tomaron posiciones alrededor del generador.
Pero los yanquis empezaban a darse cuenta de lo que ocurría. Los soldados disparaban de manera más coordinada, y causaron más bajas en el grupo de combate. Ahora sólo quedaban un puñado de guerrilleros, cada vez más desesperados, que comenzaban a verse ampliamente superados en número. Zuria se desgañitaba a gritos tratando de hacerse oír por encima del ensordecedor estruendo de los tiros que cruzaban el aire a toda velocidad.
-¡Desde la derecha, hay dos ahí! ¡Velázquez! ¡Saca de ahí al sargento! ¡Mierda!
-¡No hay manera, mi teniente!- gritó el aludido. -¡Maldita sea! ¡Está muerto! ¡Quién queda! ¡Quié...!
El partisano calló cuando un tiro le entró por la boca , le atravesó el paladar y le reventó el cráneo como una fruta madura. Las alarmas empezaron por fin a sonar. Era un pitido agudo y penetrante, que se elevó sobre el coro de gritos de los agonizantes y el desesperado disparo de las armas.
Zuria se había quedado sin munición. Tiró a un lado el fusil y sacó su pistola. Abrió fuego, derribando a un marine que estaba recargando. Uno tras otro, los guerrilleros fueron cayendo. Los supervivientes se apelotonaron alrededor de la teniente, disparando sus últimas ráfagas contra los cada vez más numerosos americanos. Zuria fue la última en caer, con la cadera destrozada por una bala. Cuando se desplomó, sollozando, sujetó con fuerza su pistola. Le quedaba un disparo. Trató de levantarla, pero otro disparo le dio a la moribunda muchacha en el pecho. Su mano cayó, laxa, y sus dedos apretaron espasmódicamente el gatillo.
El proyectil, desviado hacia abajo, cruzó toda la sala hasta impactar en una de las tuberías de alimentación del generador.
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Un blanco estallido convirtió la noche de Bilbao en día. La primera onda expansiva de la explosión atómica ennegreció los edificios y dejó las sombras de las personas que había en la calle impresas en las paredes, como negativos de foto. Una ola de calor al rojo blanco quemó hasta el último átomo de materia orgánica que había en la ciudad.
La gente que había sobrevivido a la primera onda quedó totalmente calcinada, y los edificios ardieron con un fuego de brillantes colores. Cuando la segunda onda expansiva llegó, un milisegundo después, todo voló en pedazos, como cenizas al viento. Los edificios y las personas, y árboles, e incluso el suelo, salieron despedidos como hojas.
Y a lo lejos, una enorme nube en forma de hongo se elevó por encima del nivel del mar.
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