La noche de Pontebranca era silenciosa y tranquila. El aire frío del invierno se mantenía en calma, y el viento no soplaba. Las estrellas relucían en el cielo. A lo lejos, hacia el oeste, se adivinaba la forma masiva y oscura de Coruña, que se encontraba a apenas doscientos kilómetros. La Torre de Hércules refulgía en la distancia. Juan se hallaba en uno de los puestos de vigilancia del campamento guerrillero que se había habilitado cerca del pueblo. De cuando en cuando se llevaba unos prismáticos al rostro y oteaba el horizonte a su alrededor.
El muchacho pensaba en lo que podría haber sido su vida si la guerra no hubiera estallado. A lo mejor hubiera continuado yendo al instituto al que asistía en Madrid. Quizá hubiera terminado el Bachillerato e incluso, habría podido ir a la universidad. Hubiera conseguido un trabajo, y viviría feliz. Quizá... quizá hubiera formado una familia. Y sin embargo, se encontraba allí, en un remoto lugar de la Galicia rural, sosteniendo un arma, conviviendo con tres millares de partisanos, luchando y matando junto a ellos.
Entonces, mientras divagaba, un resplandor estalló en el horizonte. Dos segundos más tarde, una fortísima ráfaga de viento amenazó con derribarle, mientras sacudía todas las tiendas de campaña del campamento. Un segundo después de aquello, oyó un estruendo ensordecedor, que le dejó los oídos pitando. Era como si el cielo se hubiese desplomado sobre la tierra.
En cuanto se hubo recuperado del sobresalto, se llevó los prismáticos a los ojos y miró en dirección al este, donde ya se adivinaba una nube con forma de hongo. Era la inconfundible forma de una explosión nuclear.
Oyó pasos apresurados, y vio que se acercaban varios milicianos, acompañados del capitán Suárez.
-¡Montes! ¿¡Qué demonios ha sido eso!?- gritaba el capitán.
-¡No estoy seguro, mi capitán, pero... creo que ha sido una bomba atómica o algo así!- respondió el joven.
El capitán llegó hasta él y le arrebató los prismáticos.
-Por los clavos de Cristo...- susurró, mirando a través de ellos en la dirección que Juan le señalaba. -Llamad al teniente coronel. ¡Rápido!
Dos guerrilleros se apresuraron a cumplir la orden, mientras los demás miraban boquiabiertos hacia la enorme explosión. Los más espabilados empezaron a sintonizar sus anticuadas radios de campaña, tratando de averiguar qué era lo que estaba sucediendo.
Juan observó cómo los frenéticos partisanos susurraban entre ellos:
-Joder, los yanquis han empezado a usar armas nucleares…
-Hostia puta, somos carne muerta, tío, carne muerta…
-Van a acabar con todos nosotros, será mejor que nos rindamos ahora que estamos a tiempo…
-Mierda, mierda, mierda…
Diez minutos más tarde, el teniente coronel Santana llegó, sudoroso y enrojecido, con la oronda panza bamboleándose sobre el cinturón que trataba de atarse.
-¡Suárez! ¿Qué coj…?- y entonces vio la nube en forma de hongo que se elevaba hacia el cielo, imponente y majestuosa. -Me cago en la puta…- masculló.
En ese momento, uno de los que estaban trajinando con las radios llamó al resto:
-¡Tengo al coronel García! ¡Pide hablar con el oficial de mayor rango!
Santana dio tres zancadas hacia el guerrillero y le arrebató el auricular.
-¿García? ¿Qué coño ha pasado? ¿Ha visto lo que ha ocurrido?
-¡Sí, mandé a Suárez de vuelta hace tres horas, y mis hombres y yo hemos ido avanzando en un coche prestado hacia Bilbao! ¡Ha sido una explosión atómica, sin duda! ¡La ciudad ha sido totalmente arrasada!
-¡Menuda lumbrera! ¡Pues claro que ha sido una explosión atómica, cretino! ¡Vuelva a Pontebranca ahora mismo!
-¡Que le folle un pez, Santana! ¡Hay un huevo de yanquis moviéndose en dirección a Bilbao! ¡Nos descubrirán en seguida!
Con un rugido de irritación, el teniente coronel cortó la comunicación. Juan estaba alucinado. Ni en sus mejores sueños hubiera imaginado que el coronel pudiera contestar así a su oficial superior. El alba empezaba a despuntar, y cada vez más gente salía de las casas, ansiosa por averiguar qué ocurría.
Juan divisó a Marina entre la multitud. Ella le saludó con la mano, sonriente, y trató de llegar hasta él, abriéndose paso a través de la multitud de guerrilleros y habitantes del pueblo. Cuando logró reunirse con la joven, el campamento era un hervidero de actividad. Había gente corriendo de un lado a otro, sacando fotos a la nube de humo, que empezaba a difuminarse, acarreando equipos de comunicación, y extendiendo cables de alimentación eléctrica por el suelo.
-¡Joder, Juan! ¿Cómo fue la explosión?
-No sabría describirla, fue más bien como un parpadeo de luz muy brillante, y de repente se veía la nube esa, que se elevaba del suelo muy rápido.
-Vaya...
Durante un segundo se quedó callada, mientras miraba a su alrededor.
-¿Crees que han sido los yanquis? O sea, que si crees que han empezado a tomar medidas como esta para acabar con... con vosotros.
-Lo dudo mucho. Ni siquiera los americanos harían algo así. Y menos en un país occidental.
-Pero les habéis estado dando a base de bien durante estos últimos dos meses. Ningún otro país les ha dado tanto por culo como España.
-Lo sé, pero eso no es razón suficiente como para matar a millones de personas inocentes con un arma nuclear.
-No sé, Juan. Pero tienes razón, no tiene sentido angustiarse sin saber exactamente qué está pasando. Es sólo que éste es nuestro país. Y esos cabrones lo están destruyendo. Pensar que podrían convertirlo en un erial radiactivo... bueno, me produce escalofríos.
Marina se giró, dándole la espalda. Sintiendo el frío de la mañana en la carne, ligeramente vestida con una camiseta naranja y unos vaqueros, la chica se estremeció. Juan, sin saber muy bien qué hacer, se acercó tímidamente y le puso una mano en el hombro.
-Eh, tranquila. Averiguaremos de qué va todo esto. Seguro que ha sido un accidente, o algo así.
-No es sólo eso. La guerra es algo sucio, y nos roba lo más importante. Nuestras vidas, y no sólo en un combate, como podría pasarle a cualquiera de estos guerrilleros de por aquí, o... o a ti. Nos quita el futuro. Por ejemplo, ¿tú qué estabas haciendo cuando estalló la guerra?
-Pues... estaba terminando el bachillerato. Iba a hacer una carrera de Literatura. Y de música. Me encanta la música.
-¿Ves? Ahora podrías estar haciendo eso mismo. Pero, en cambio, estás aquí, luchando, tratando de defender tu país. Y no digo que eso no sea noble, pero es inútil. ¿Sabe alguien siquiera por qué nos invadieron los yanquis, o los brasileños, antes que ellos? Y además nos roba a nuestras familias. Mi padre ha muerto. ¿Qué le pasó a los tuyos, por cierto?
Juan suspiró y bajó la vista. Apartando la mano del hombro de la muchacha, dijo bruscamente:
-Están muertos. Igual que mi hermana de doce años. En el bombardeo de Pinto, en Madrid.
Marina se quedó muda. Se giró hacia él.
-Lo siento. ¡Lo siento! He sido totalmente insensible.
-No pasa nada.
Ella le rodeó la cintura con los brazos y se quedó así unos segundos, con la cabeza apoyada en el pecho de Juan. Éste sintió mariposas revolotear en su estómago y, de repente, mantener la compostura le resultó difícil. Con torpeza, la abrazó, a su vez.
Entonces, el teniente coronel Santana pasó a su lado, hablando a voces:
-¡Vamos a mandar una fuerza de expedición para ver qué ha pasado en Bilbao y establecer contacto con las tropas cerca de allí! ¡Las partidas siguientes formarán parte de ella!- Y empezó a leer una lista:
-¡Partida 161! ¡Partida 203! ¡Partida 55! ¡Partida 92! ¡Partida 16!
Los nombres se sucedieron uno detrás de otro, hasta que acabó la lista con "¡Partida 27!". Más de cuatro quintas partes de los guerrilleros formaban parte de la fuerza expedicionaria. Apenas se quedaban quinientos partisanos como guarnición para defender Pontebranca.
-¡Todos los que forman parte de la fuerza expedicionaria, que preparen el equipaje! ¡Nos reuniremos con el coronel García en Padrón! ¡Moved el culo, panda de vagos que no tenemos todo el día! ¡Partimos hoy por la tarde!
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Centro de Mando estadounidense en San Sebastián, al mismo tiempo que ocurre lo relatado anteriormente.
Un mapa se hallaba extendido sobre la mesa del general Baxter, encargado de la pacificación de la península Ibérica. El general, un hombre alto y corpulento, observaba por la ventana lo que quedaba de Bilbao, ayudado por unos gruesos prismáticos. En el mapa, un conglomerado de regletas, iconos y flechas dibujaba un galimatías. Una de las flechas apuntaba hacia un punto negro diminuto del mapa. A su lado estaba garabateado en inglés: "Probables responsables". Un nombre aparecía al lado del puntito: Pontebranca.
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